martes, 30 de agosto de 2011

El preludio del fin

Una daga ensangrentada, incrustada en el inagotable deseo de venganza de un alma destrozada, bañada en esperanzas muertas, asesinadas por dedos crueles que se incrustan en la carne, condenado, insensible, las desdichas de una existencia careciente de sentido, perdida en el espacio entre el olvido y la añoranza... la vida y la muerte de un amor correspondido pero maldito, condenado al sufrimiento eterno de dos cuerpos cansados, adoloridos de tanto caer en esa constante batalla, esa interminable lucha de poderes divinos, ávidos por poseer el dominio.

Sonrió.

Con falsa ternura, sedienta del dolor ajeno, de los alaridos que el cuerpo malherido profería en la desesperada penumbra, ahogándose en el terror de un final doloroso y, peor aún, patético.

Sonrió.

Con la amargura del que lo ha perdido todo, pero se ve atado al calvario de una vida solitaria, completada por recuerdos muertos.

Y el abandono se transformó en muerte.

El corazón, lastimoso y agonizante, se preparó para sus últimos latidos, liberando, en ríos de sangre y lágrimas, el torrente de sentimientos que se cultivó durante meses en ese cuerpo, llenando de maleza lo que un día fue un abundante valle lleno de vida.

La tormenta arreció.

Con ligeras gotas de agua fría el cielo lloró.

Comprendió que así no lavaría el dolor del mundo y entre truenos demostró su furia contra ellas, las que bailan en el filo de la navaja, en ese tonto juego entre éste mundo y el otro.

El fuego hizo acto de presencia, desde algún lejano y húmedo lugar iluminó, de forma esporádica, dos rostros femeninos.

Un rayo partió la tierra, y en su rostro se dibujó una melancólica sonrisa.

-Vienen a buscarme.

Un movimiento rápido, la danza del fin. Y el brillo del cañón se reflejó en sus pupilas, apuntaba a un destino inexorable.

-N-no lo hag-gas, por favor. -La mujer, que hasta el momento permaneció inmóvil, se revolvió en su lugar, aunque esto supusiera un dolor tortuoso. -Te lo ruego. -El acento de esa escultura caribeña habia desaparecido, como los restos de sangre que bañaban el cemento eran arrasados por la perenne lluvia.

En el lugar exacto, a la hora exacta.

La lluvia, el reflejo de un charco creciente, las crepitantes llamas perfilando un rostro asustado y otro deforme, el puro silencio roto por el estruendo de un rayo... El escenario perfecto para el adiós.

La dolorosa despedida y la satisfacción de una venganza a punto de concretarse.

Una sonrisa en medio de tanto pánico.

Presiona el gatillo y el telón cae.

Al fin.